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Consejo Mundial de Iglesias
Predicación del culto de clausura

Emilio Castro
2 Corintios, 4


Durante esta Asamblea, he releído las epístolas a los Corintios, las que encontramos en el Nuevo Testamento. Parecería que el apóstol las hubiera escrito pensando en nuestra Asamblea. Allí encontramos discusiones sobre el papel de la mujer, las diferentes tradiciones a las que pertenecen los corintios (1 Co.2:12), los problemas de comportamiento en la familia, las diferentes formas de espiritualidad, las colectas para los santos, una discusión acerca de lo que significa el orden en el culto, el reconocimiento de los diferentes dones, la afirmación de que somos un solo cuerpo con muchos miembros, un debate sobre el sincretismo. El apóstol se dirige a una comunidad real, a un cuerpo formado de santos y pecadores, con amonestaciones, enseñanzas e incluso amenazas destinadas a corregir a aquella comunidad y reafirmar la unidad del cuerpo de Cristo. No sé si algún punto del orden del día de nuestro Consejo ha escapado a la atención del apóstol. En medio de su carta, el apóstol se detiene para hacer lo que nosotros llamamos anamnesis, rememoración, volviendo a lo esencial. El Dios Creador que dijo "que la luz resplandezca en las tinieblas" ha iluminado "nuestros corazones para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo" (versículo 6).

No estamos reunidos para aprobar cuestiones secundarias. El problema no es sustituir una palabra por otra, incluso cuando esto puede resultar necesario; es algo mucho más vital. Vivimos bajo el hechizo, el asombro, la conciencia de la milagrosa acción de Dios. En todas nuestras deliberaciones hemos buscado la manera de comunicar al mundo entero este maravilloso conocimiento, este maravilloso poder. Tenemos que aprobar resoluciones sobre derechos humanos. Pero a través de estos documentos, los hombres y mujeres de frica, llenos de esperanza, están buscando nuevos caminos para el futuro, nuevos caminos para las multitudes agonizantes, en un mundo de conflictos y confusión.

Recuerdo una visita a Sudáfrica, respondiendo a una invitación para participar en los funerales de 30 jóvenes asesinados en una manifestación pública en el Transkei. Las familias y los amigos habían pedido al Consejo que estuviera con ellos, expresando simbólicamente la solidaridad de los creyentes de todo el mundo. En esas situaciones, una solidaridad dolorosa, esperanzada, expresa claramente lo que quieren decir nuestras resoluciones sobre derechos humanos. Hemos aprobado resoluciones sobre los pueblos indígenas, pero más allá de esas resoluciones, hemos visto a indígenas de todos los rincones de la tierra que llegaban año tras año a Ginebra a presentar su situación a las Naciones Unidas y encontraban en la sede del CMI su hogar espiritual. No estamos predicando por nosotros mismos; proclamamos a un Dios compasivo y nosotros somos los servidores de ustedes por amor a Jesús.

Antes de regresar a nuestros hogares deberíamos recordar la esencia de nuestra fe y de nuestra reunión en la familia del CMI. El Dios misericordioso ha tomado nuestras vidas y nos ha reclutado al servicio de su poder creador. El apóstol reconoce inmediatamente la pretensión de esta tremenda afirmación y continúa diciendo que guardamos ese tesoro, ese conocimiento, esa experiencia, ese poder, en vasijas de barro: una realidad frágil, quebradiza. Por eso, la segunda parte de nuestra Asamblea, luego de la anamnesis, ha sido precisamente un llamamiento al arrepentimiento, una vuelta a Dios. La conciencia de la gloria en Cristo nos pone de rodillas.

Es necesario comprender muy claramente que este extraordinario poder pertenece a Dios. El apóstol pone dos acentos contradictorios en una única frase: se trata de un gran poder, el poder de la creación, el poder capaz de transformar nuestra vida, que trata de transformar la vida de todos los seres humanos en toda la creación. El mundo necesita esta experiencia, necesita conocer al Dios misericordioso. Al mismo tiempo, la confesión de nuestros pecados es un agradecido reconocimiento del poder y la misericordia de Dios. El testimonio que debemos dar es el del poder de salvación de Dios. Todas nuestras debilidades, nuestros pecados, todas nuestras querellas no pueden impedirnos proclamar al mundo, no a nosotros mismos, sino a Jesucristo, Señor misericordioso y sufriente. Conocemos nuestra fragilidad. Si seguimos esta vocación ecuménica es para anunciar la reconciliación en Cristo. Si llamamos a las gentes a la liberación, si queremos expresar solidaridad, si buscamos la unidad de la Iglesia en la promesa de Dios, todo esto viene de Dios, no de nosotros. Somos vasijas de barro, fáciles de romper. Participamos en una interpretación errónea de la visión del mundo.

Proclamamos el poder de redención de Dios, el consuelo y la esperanza. Por ello, nosotros como individuos y como Consejo Mundial de Iglesias, podríamos estar, como dice el apóstol en los versículos de 8 a 10, "atribulados en todo, pero no angustiados; en apuros, pero no desesperados; perseguidos, pero no desamparados; derribados, pero no destruidos. Dondequiera que vamos, llevamos siempre en el cuerpo la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestros cuerpos."

Por esa realidad, por ser hijos de Dios, nacidos del Espíritu, continuaremos bregando por la unidad de la Iglesia, anunciando la liberación en un planeta mundializado, y luchando contra los prejuicios, las faltas y el pecado. Volvamos a lo esencial, el poder creador de Dios: en el que creemos, por el que damos gracias, y el que queremos proclamar al mundo.

Por la experiencia que tenemos de la vida de nuestras iglesias, conocemos las tensiones que existen entre el poder de Dios y nuestra imperfección humana. En todas partes del mundo, vemos miles de personas que piden a sus sacerdotes que los bendigan antes de ir a enfrentarse con las luchas cotidianas de su existencia. Vemos a los enfermos que están muriendo de SIDA recibiendo el consuelo de la visita pastoral de un hermano o una hermana. O a quienes luchan por superar el mal y miran a la iglesia como una aliada, como un poder, una realidad que sobrepasa nuestras posibilidades humanas. Es verdad que estamos llamados al arrepentimiento, conscientes del poder de Dios que se manifiesta en nuestro desamparo. El mundo tiene necesidad de saberlo, tiene necesidad de la ayuda de ese poder.

Inspirados en esa sorprendente consciencia del Dios Creador, volveremos a nuestros hogares y seguiremos avanzando hacia el reino para que "la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal."

La alegría no es un insulto para los hombres y mujeres de la tierra que sufren si esa alegría es el asombroso anuncio de una gracia que nos es dada a nosotros, los más pequeños, cuando Jesucristo viene a nuestro encuentro.

La Asamblea está terminando. Desde el punto de vista formal, iniciamos el camino hacia la Novena Asamblea. Pero, una vez más, hemos visto y vivido el misterio de la presencia de Dios, y, como un frágil barco continuamos navegando "puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe". Es el poder de Dios, es la causa de Dios. Porque "sabemos que el que resucitó al Señor Jesús, a nosotros también nos resucitará con Jesús, y nos presentará juntamente con vosotros."


Emilio Castro fue el cuarto secretario del Consejo Mundial de Iglesias, cargo que ocupó de 1985 a 1992. Pastor metodista de Uruguay, Castro estudió con Karl Barth en Basilea, Suiza, y obtuvo su doctorado en la Universidad de Lausana. Ha sido pastor responsable de varias parroquias y ocupó distintos cargos en varios organismos ecuménicos de cooperación en América Latina y a nivel internacional antes de unirse al personal del CMI como director de la Comisión de Misión Mundial y Evangelización en 1973.

Foto: Emilio Castro, entonces Secretario General del CMI, encabezando la primera delegación a Sudafrica del Consejo despues de 30 años, se entrevista con Nelson Mandela, dirigente del CNA, poco despues de ser liberado. (Tema Photo Oikoumene: Canberra to Harare; no. de ref.: 5309-31)


Culto el la Octava Asamblea
Octava Asamblea y Cincuenta aniversario
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